El recuerdo no es recuerdo. Es un eco malherido, un gesto repetido en un espejo polvoriento. Un truco de la carne, de la mente que insiste en darle forma al olvido. Lo veo. Lo siento. Piel abierta, cuchillo limpio, la curva del metal reflejando el parpadeo de una vela que nunca estuvo ahí. O sí. Ya no sé. Porque recordar es amputar. Cortar lo que sobra, remendar lo que duele. La memoria es un cirujano cruel, meticuloso. Me dice: esto fue así. Pero la certeza se desangra.

Un olor a éter. Un destello de mármol. Su rostro –o la idea de su rostro– distorsionándose en la bruma de mi propia evocación. Quizá todo esto sea solo una imagen detenida en el tiempo, como la fotografía que alguien tomó sin saber que ya estaba muerta. Como la cicatriz que aparece en un cuerpo que nunca ha sido herido. Y sin embargo, la herida está ahí, latiendo en la ausencia.

¿Importa lo que pasó, o lo que decido recordar?

Hay un libro, sí. Lo leí una vez, o muchas veces. O tal vez nunca, y solo estoy repitiendo fragmentos de algo que alguien me susurró en un sueño. Pero está ahí, entre mis manos invisibles, sus páginas extendiéndose como un cuerpo sobre la mesa de disección. Un libro que no se lee, sino que se vive. Un bisturí para la memoria.

Y al final, cuando cierro los ojos, cuando intento recordar su nombre… el filo se desliza, y la imagen cambia otra vez. Es Farabeuf

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